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sábado, 20 de julho de 2013

San Miguel, salvador en la necesidad

La siguiente carta fue escrita por un joven soldado estadounidense de la marina a su madre, tras ser herido, en 1950, durante una batalla en Corea, y que se encontraba en la clínica. La carta llegó a manos de un capellán militar, el padre Walter Muldy, quien la leyó delante de cinco mil soldados estadounidenses. El padre Muldy habló personalmente con el joven soldado, con su madre y con el comandante en jefe, y da fe de la veracidad de esta historia.

Querida madre:
A nadie más que a ti me atrevería a escribir esta carta, pues ninguna otra persona me creería. Tal vez tú también tengas dificultad en creerlo, pero tengo que escribirlo desde lo más hondo de mi alma. Primero que todo quisiera contarte que me encuentro en el hospital. ¡Pero no te preocupes! Aunque estoy herido, hasta ahora me ha ido bien. El médico dice que dentro de un mes ya podré ponerme en pie. Pero esto no es más que un paréntesis.

¿Te acuerdas cuando el año pasado ingresé en la marina? En aquel entonces me dijiste que debía rezar todos los días a San Miguel. No tenías por qué decírmelo, pues desde pequeño me insistías una y otra vez. Inclusive me pusiste su nombre. Pero cuando llegué a Corea le recé aún con mayor ahínco.

¿Te acuerdas de la oración que entonces me enseñaste…? ¡Miguel, Miguel, permanece junto a mí! Guíame por ambos lados, para que mi pie no resbale… La he rezado todos los días…, algunas veces durante la marcha y otras durante los descansos, y siempre antes de dormir. Logré, incluso, que uno de mis compañeros la rezara.

Un día me encontraba en un grupo de avanzada en el frente de batalla. Estábamos buscando soldados comunistas. Yo caminaba pesadamente por entre el duro frío…, mi aliento parecía humo de cigarrillo.

Yo pensaba que conocía a todos los miembros de la tropa, hasta que de pronto, junto a mí, apareció un soldado de la marina que nunca antes había visto. Era el soldado más alto de los que yo jamás había visto. Tenía cerca de 1,92 metros de estatura y correspondientemente fornido. Tener a mi lado a semejante gigante, me inspiró seguridad.

Allí estábamos, entonces, y caminábamos con dificultad. El resto de la tropa de asalto se desplegó. Con la intención de entablar alguna conversación, dije: -"¿Qué frío hace, no?". Y entonces tuve que reír. ¡En cualquier momento podía morir y yo hablando sobre el clima!

Mi compañero parecía entender. Escuché cómo reía bajo. Entonces lo miré: -"Nunca antes te había visto. Yo pensaba que conocía a todos los miembros de la tropa."
-"Yo llegué de último" –me respondió. "Me llamo Miguel."
-"¿De veraz?" -dije sorprendido. "¡Yo también!"
- "Yo sé", dijo… y añadió: "¡Miguel, Miguel, permanece junto a mí…"

Yo estaba perplejo como para poder decir algo en el momento. ¿De dónde conocía mi nombre y la oración que tú me habías enseñado? Entonces tuve que sonreír: ¡todos en la tropa me conocían! ¿Acaso no le había enseñado la oración a todos aquellos que la querían aprender? De vez en cuando hasta me decían "¡San Miguel!"

Durante un momento ninguno de los dos habló. Luego, él rompió el silencio. "Allí adelante nos encontraremos en una situación crítica." Debía estar en una buena condición física, pues respiraba tan levemente que no se podía ver su aliento. ¡El mío se veía como una gran nube! Ya no había ninguna sonrisa en su rostro. Yo pensaba que no había nada nuevo en el hecho de que más adelante nos pudiéramos enfrentar con una situación crítica, donde bulliría de soldados comunistas.

La nieve comenzó a caer en copos grandes y gruesos. De repente, el paisaje había desaparecido, y yo marchaba entre una blanca niebla de grumos húmedos y pegajosos. Mi compañero ya no estaba ahí. -"¡Miguel!" -grité consternado. Entonces sentí su mano sobre mi brazo; su voz era cálida y fuerte: "Ya va a cesar la nieve."

Su predicción fue cierta. Pasados unos minutos, terminó de nevar de la misma forma rápida como se había iniciado la nevada. El sol se veía como un disco duro y brillante. Miré a mi alrededor buscando la tropa. Nadie a la vista. Habíamos perdido a los otros en medio de la tormenta de nieve. Yo estaba mirando hacia delante, cuando llegamos a una pequeña elevación.

¡Mi corazón, madre, quedó paralizado! ¡Allí había siete! Siete soldados comunistas con sus chaquetas y pantalones afelpados y sus cómicas gorras. Pero ahora las cosas ya no estaban para bromas. ¡Siete armas estaban dirigidas hacia nosotros! "¡A tierra, Miguel!" –grité, y me arrojé sobre la tierra congelada. Escuché cómo, al mismo tiempo, el grupo de soldados comenzaba a disparar. Oía pasar las balas por el aire. ¡Allí estaba Miguel…aún de pie!

¡Madre, esos tipos no podían haber fallado los disparos…! ¡Mucho menos desde aquella distancia! Yo pensaba que Miguel había sido destrozado por los disparos, pero ahí estaba, de pie, sin mostrar ninguna intención de disparar. Estaba paralizado de miedo. ¡Eso le pasa de vez en cuando hasta a los más valientes! Él parecía un pájaro hipnotizado por una serpiente. ¡Por lo menos esto era lo que yo pensaba en aquel momento! Me incorporé para tirarlo al suelo, y fue entonces cuando me hirieron. Mi pecho ardía como fuego. Muchas veces pensaba qué se sentiría en el momento de ser herido por una bala… ¡Ahora, lo sabía!

Recuerdo que unos brazos fuertes me abrazaron y me depositaron sobre una almohada de nieve. Abrí los ojos para echar una última mirada. ¡Me encontraba moribundo! Quizá ya estaba muerto. Aún recuerdo lo que entonces pensé: "No es tan grave".

Tal vez miré hacia el sol o quizá estaba conmocionado. Con todo, me aparecía ver a Miguel nuevamente de pie, sólo que esta vez su rostro tenía un resplandor terrible. Parecía transformarse mientras yo lo observaba. Se volvió más grande, sus brazos se extendían. Quizá era la nieve que nuevamente caía, pero lo rodeó un rayo de luz como las alas de un ángel. En su mano tenía una espada…, una espada que brillaba con miles de luces.

Bueno…, es lo último de lo que recuerdo, antes de que mis compañeros me hallasen. No sé cuánto tiempo pasó. De vez en cuando tenía breves momentos en que el dolor y la fiebre desaparecían. Les conté a mis compañeros del enemigo que se encontraba directamente al frente de nosotros.

-"¿Dónde está Miguel?" –pregunté. Ellos se miraron entre sí. ¿Dónde está quién? –preguntó uno de ellos.
-"Miguel… Miguel, ese soldado fornido y alto que marchaba conmigo antes de que cayera la tormenta de nieve."
"Muchacho" –dijo el sargento primero- "tú no ibas marchando con nadie. Jamás te perdí de vista. ¡Tú te adelantaste mucho! Quise llamarte de vuelta, cuando desapareciste entre el remolino de nieve."

El sargento me miraba con curiosidad. "¿Cómo lo hiciste, muchacho!" -"¿Qué hice?" –pregunté medio enojado y pese a que estaba herido. "Ese soldado Miguel y yo estábamos precisamente…"
-"¡Muchacho" –dijo bondadosamente el sargento- "yo mismo escogí el grupo y no hay otro Miguel en la tropa! ¡Tú eres el único Miguel!"

El sargento quedó pensativo por un momento. "¿Cómo lo hiciste? Escuchamos disparos, pero ningún disparo salió de tu arma… y no hay un solo pedazo de plomo en los siete soldados que se encuentran muertos allí sobre la montaña."

No respondí nada. ¿Qué podría decir? Sólo podía mirar estupefacto a mi alrededor. Entonces el sargento habló nuevamente. -"¡Muchacho" -dijo suavemente- "cada uno de esos siete comunistas murió de un golpe de espada!"

No hay más que contar, mamá. Como te dije, tal vez fue el sol en mis ojos…, tal vez fue el frío o el dolor. ¡Pero esto fue lo que exactamente sucedió!
Abrazos de tu Miguel



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